El lugar fuera de tiempo

Por Lorena Bassani
laforasteradelpionero@gmail.com

Necesitaba un enchufe desesperadamente. Un enchufe de esos que tienen tres patitas. No dos. Así que corrí a la ferretería. Estaba apurada como nunca en toda mi vida. Tenía programada una reunión online importantísima, pero importantísima en serio, para las 12 del mediodía. Me jugaba la cabeza. Tenía que ser puntual. Súper puntual.

A eso de las 11.40, empecé a preparar la escena. Mate. Yerba. Agua caliente. Lapicera. Cuaderno. Computadora. El último paso de la preproducción era conectar la computadora a la pared porque no tenía suficiente batería. Fundamental. Pero me fue imposible. No encajaba. Las dos patitas del enchufe no eran compatibles con los otros dos circulitos. Necesitaba un nuevo adaptador urgente. Miré el reloj un poco asustada. Pero me tranquilicé al toque. Faltaban 20 minutos para el comienzo de la reunión.

Tenía tiempo. ¿Tenía tiempo? Claro. Más allá de la angustia inmediata, recordé que estaba en mi día de suerte. Sobre todo, porque miré por la ventana y enfrente de mi casa había una hermosa ferretería abierta. Así que corrí al negocio. Nada podía salir mal. Cuando llegué la local, confirmé que todo bien. Nadie. Nadie. Nadie. No había nadie. Sólo estaba ella.

Sentada en una silla de esas que te dejan los pies colgando, escuchando "Tramposa y mentirosa" de Leo Matioli, estaba ella: la señora que atendía la ferretería. Desde ahora, la ferretera. Confieso que llegué en llamas, envuelta en mil demonios, con las llaves todavía en la mano y las pantuflas a medio quitar, saludé como pude y en la misma oración metí el pedido: "hola que tal cómo te va me podrías dar por favor un adaptador que tenga unas patitas así pero no así porque el enchufe de mi casa es asá".

La mujer me miró. Suspiró. Nunca supe si entendió lo que le dije, pero se levantó de su banqueta y se fue para el fondo del local. Por primera vez, miré de nuevo el reloj. Ya eran las 11.50. Ella me clavó la vista. Me sonrió. Caminó hasta otro estante. Y empezó a buscar. Buscó. Buscó. Buscó.

Buscó por arriba.

Buscó por abajo.

Buscó en cada cajón.

Buscó en cada uno de los 35 cajones de la ferretería.

Hasta que lo encontró.

La mujer encontró el adaptador, lo embaló en una bolsita de nylon blanca y me dio el paquete. Pero aclaremos esto. Cualquier persona pensaría que esta escena fue hecha normalmente. No, queridos. La gente de Pinamar no es gente cualquiera. La señora del local de la ferretería de enfrente de mi casa hizo todo, todo, todo a velocidad tortuga. Claro. Alguien le había apretado el botón de la cámara lenta.

Todo lo hizo en slow. Se movía como si estuviera en medio de una coreografía de arte contemporáneo. Y yo la miraba entre conmovida, horrorizada y queriéndola apurar con los ojos.

"Discúlpame, estoy apurada", le dije.

Ella sonrió.

Cuando le di mi tarjeta de débito para pagar, a punto de salir rajando para mi casa, pasó lo peor. Sonó el teléfono y la ferretera atendió. Creo que era su hija. Hablaron quince minutos. De las milanesas. De las papas fritas. De los huevos que faltaban comprar. Del frío. Del dólar blue. De Moria Casán y del resultado del partido de Boca del domingo anterior. No quedó tema por tocar. Yo estaba ahí.

Muda.

Llorando por dentro.

Llegué tarde a mi reunión. Después de putearla en todos los idiomas posibles, me puse a pensar en la señora ferretera. No me quedó otra. Algo tenía que aprender de aquello. Con esa escena, en media hora, ella me mostró otro ritmo. Me enseñó -intensiva pero lentamente- otra manera de vivir.

Me gusta sentir que esta comunidad vive en su propio tiempo fuera del tiempo.

"Perdón, pero justo me llamó mi hija", fue lo único que me dijo la ferretera de enfrente de mi casa.

Y ahí entendí. Acá el reloj se detiene para darle tiempo a lo importante. Y eso está bien. Muy bien.