Cualquiera sea la etiqueta médica que encuadre lo que a su hijo le está pasando o tiene, no determina la totalidad del ser que él es.
Un diagnóstico orienta y facilita la comprensión de lo que sucede y nos brinda una idea aproximada de cómo podemos abordarlo. Es algo concreto, preciso y en muchos casos necesario.
Sin embargo, si nos quedamos en el rótulo para tratar a un niño nos vamos a perder la posibilidad de poder descubrir todo el potencial que trae ese niño. En mi práctica profesional he podido ver a muchos padres a quienes el diagnóstico los aquieta, libera y ordena con respecto a las acciones a seguir. A la vez, a un grupo considerable de padres, un diagnóstico los paraliza más allá del período de duelo y abolen cualquier intento de conectar con su hijo a lo largo de toda la vida. Un ejemplo es la sordera: “Como no me escucha no le hablo” o “si no me va a escuchar, para qué voy a hablarle”. Esto trae ansiedad, tristeza y frustración, tanto en el hijo como en los padres. Sin embargo, cuando podemos mirar al niño desde el ser que realmente es podremos observar que aprende de otra manera, quizás no como sus hermanos o niños de su misma edad. Aprende a su forma, utiliza otros canales, otras formas y a su propio ritmo.
¿Qué tiene de malo que un niño esté retrasado en la adquisición del lenguaje o en los aprendizajes de la escuela?
Es probable que usted esté pensando que no es lo esperado porque tiene que adaptarse al ritmo de la sociedad, tiene que insertarse a la escuela y a vivir como viven los niños de su edad. En esto considero que radica el error, pretender que cada niño que viene a esta tierra “tiene que” encajar en el modelo preestablecido de educación y “tiene que” crecer como el resto lo hace.
Pues no, papás, ni ustedes ni sus hijos son máquinas; por ende, cuando un niño llega a la familia es preciso “tener la consciencia” de que lo más probable es que traerá formas totalmente distintas, y sin manual de acompañamiento. Esto conllevará mayor tiempo, dedicación y paciencia. Una tríada cotizada muy cara en la actualidad, ya que este capitalismo productivo no comulga muy bien que digamos con ello.
Cuando tratamos a los niños desde el ser y no desde el hacer. Los diagnósticos, los rótulos pierden peso y comienzan a abrirse espacios, las formas alternativas de reeducar, enseñar y guiar para garantizar aprendizajes duraderos y no repeticiones automatizadas.
Cuando un papá puede mirar a su hijo, cuando puede verlo crecer y desarrollarse es muy factible que pueda acompañar más amorosamente, encontrar terapeutas, medios para vivir el día a día con mayor liviandad. Al fin de cuentas todos los seres humanos sobre esta tierra buscamos una sola cosa: ser amados, reconocidos y aceptados, independientemente de si tenemos un diagnóstico, rótulo o etiqueta. Cuando un niño se siente “mirado por todo lo positivo y bonito que es” por sus progenitores, tiene la fuerza para la vida y la fortaleza para sobrellevar cualquier situación que ésta le presente.
Es importante que los padres eviten hacer comparaciones. Las comparaciones crean desigualdad y no es la idea exigir a los hijos a ser como otros hijos u otros niños… sino que el mayor acto de amor para con ellos es contribuir a forjarles un alocado sentimiento de que sean auténticamente ellos mismos desde temprana edad.
Al hablar con los niños es muy enriquecedor focalizar nuestras palabras en aquellos aspectos positivos, reconocerlos, y decirles a menudo todos aquellos motivos por los cuales nos sentimos orgullosos de ellos. Quizás ustedes, padres, no hayan recibido estas palabras amorosas de parte de sus padres; con más razón aún comprenderán al leer estas líneas la importancia de grabar estas palabras y no aquellas que hieren y fijan patrones no deseados. De ser necesario, hablar así de ellos y recordárselo a otros adultos, docentes, terapeutas… que no están viendo el potencial que tienen los niños, más allá del diagnóstico o etiqueta que se les haya puesto.