Atrévete te te

Por Fernanda Grimaldi
Consultora especialista en comunicación y marketing. Licenciada en relaciones públicas, con maestría en comunicación institucional y posgrado en recursos humanos

Cuántas cosas dejamos de hacer y no sabemos por qué. Ayer estaba en la playa cerca del mar, buscando llenarme de esa brisa que refresca, aclara y alivia. Y tocar ese mar que despierta, apabulla y energiza. Y ese momento me retrotrajo a cuándo había sido la última vez que me metí en el mar, me dejé llevar, me zambullí, sentí las olas y ese movimiento del agua que te sacude y renueva. Pasaron más de doce meses. Sin embargo, estuve muchos años sin hacerlo. Hubo un día, allá por mi adolescencia, que decreté que no me metería más en el mar o al menos lo evitaría con toda mi fuerza. El porqué lo recuerdo perfectamente. Quise no sentir el peso de la mirada de los demás, protegerme de la supuesta exposición que implica caminar en malla hasta la orilla del mar, ingresar y luego salir mojada, con el pelo pegado a la cara y brutalmente al natural. Evidentemente toda esa situación me incomodaba de tal manera que ponía en terceros la razón de esa decisión, cuando hoy veo claramente que el inconveniente lo tenía yo. Lisa y llanamente mis inseguridades me estaban jugando una mala pasada. Para suavizar y acariciar mis demonios y mantenerlos aplacados me servía resguardarme en esa supuesta débil autoestima. Y así, al no exponerme, no me enteraba de nada de lo que pudiera provocar en los demás. Lo que fuera. Rechazo, atención o también interés. Lo que fuera. Es así como creí controlar algo que en efecto resultó ser lisa y llanamente una manera cobarde de no hacerme cargo de mis propios fantasmas. Y así es como dejé de hacer algo que recuerdo que disfrutaba mucho, simplemente para no agigantar cierta incomodidad que despertaba en ese entonces una angustia. Aunque pasó mucho tiempo, cambios a nivel personal muy profundos acompañados por procesos de todo tipo, aún hoy me cuesta caminar segura y dirigirme al mar abstrayéndome del entorno.

Impulsada por esto empecé a pensar en las cosas que vamos dejando de hacer por diferentes motivos. Peor aún, cuántas cosas quizás no haremos nunca. Y en este mismo devenir también se me cruzaron todas las situaciones y vivencias que, por el contrario, nos animamos y elegimos vivir e incluso a pesar de los riesgos que ellas implican ni siquiera dudamos y avanzamos.

Nuestro nivel de aversión al riesgo está en relación directa con el dolor o placer que intuimos que esa acción podrá causarnos.

Si esto fuera así, ¿cuál es el riesgo de decir “te quiero” de manera espontánea, dar un abrazo sin que te lo pidan, bailar desenfrenadamente, cantar por la calle, decirle a alguien lo que significa para uno, dejar un mensaje sin esperar que te lo devuelvan, llamar a alguien que hace mucho que no ves y que no sabés por qué, reírnos a carcajadas, pedir un abrazo o una caricia, dormir al aire libre, preguntar sin tapujos, jugar como un niño, comer sin culpa, empezar una conversación en la calle con alguien que no conocemos, dejar pasar un rato de tiempo sin necesariamente estar pensando o haciendo algo, decir que no cuando algo no nos gusta o no lo queremos hacer sin la necesidad de inventar excusas?

Es puro placer y una vez que lo hacemos nuestro corazón se reconforta porque pudimos ser nosotros mismos sin dejarnos arrastrar por nuestros prejuicios y barreras mentales. Y quedamos satisfechos por ser leales a nosotros mismos.

Y ahí nuestra balanza interna empieza a equilibrarse y podemos reconocer que, aun cuando siempre hay cosas en las cuales nos autolimitamos, sea por las circunstancias que fuera, haya o no impedimentos reales o sean sólo mentales, contamos siempre con cierta capacidad de autorregularnos.

¿Por qué no vamos más allá y nos animamos todos los días a hacer algo por primera vez? Quizás de a poco nos demos cuenta que lo que verdaderamente nos hace sentir vivos son las cosas que muchas veces postergamos.

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