Como cualquier niña…

Fui niña. Traje alegría y tapé un gran dolor de familia. Crecí curiosa, divertida, exploradora, amorosa, con miedos, inseguridad que no entendía.

Mi inocencia y gozo despertaban cosas en los demás, como cualquier niña. A los 8 años fue la primera vez que me asusté de verdad con un hombre “grande”. Me encerró en una habitación y me dijo que era muy linda y que íbamos a jugar. Intenté correr por una puerta, él fue más veloz. Grité fuerte a mi hermanito de 7 años que estaba en la vereda y me escuchó. Tomó un ladrillo (mitad) y lo amenazó, por otra puerta, para que me dejara salir. Cuando vi que era el momento, solté mi primer paso hacia adelante para correr, al mismo tiempo que mi hermano, asustado y alerta, lanzó el ladrillo que, lastimosamente, frenó en mi ojo derecho. El episodio se transformó en otra cosa. De golpe mi madre y mi abuela me atendían el ojo y el “culpable” del accidente estaba subido arriba del techo de casa y no bajaba por miedo “a la que se venía”. Intenté contar lo que había pasado, pero no me escucharon… ¡los adultos! Era más fácil retar a mi hermano y pensar en una travesura. Y pasó.

Seguí jugando y creciendo, en un pueblo muy chiquito donde éramos realmente libres de los adultos todo el día. Jugábamos hasta la nochecita en la calle y luego a casa. Yo tenía mi cuarto sola, desde los 6 años, y recuerdo tener miedo en las noches de tormenta porque en el campo se escuchan muy fuertes los truenos y eran tormentas eléctricas. Mi cuarto era mi mundo dentro de casa, tenía mi biblioteca, leía todos los días y comenzaba a escribir mis primeros poemas. A los 12 años todavía era niña y aniñada. Hacía patín artístico y en ese momento la pista de patinaje quedaba enfrente de mi casa, en el salón del Club Atlético Selva. Éramos un grupo de casi 40 patinadores, creo que 35 niñas/adolescentes y cinco varones, que eran los que nos levantaban en las piruetas y eso. Los recuerdo con mucho amor, eran súper héroes y amigos. Esa nochecita había que pagar la cuota de patín, y como mi casa quedaba a 40 pasos le dije a la profe que me cruzaba a buscar la plata y ya venía. Pero en vez de salir por la puerta de la esquina, la principal, decidí salir por la de atrás del club porque daba justo al frente de mi casa, previo a cruzar 30 metros de una especie de patio trasero. Cuando salí había tres chicos, uno de 17 años y dos menores, supongo que de 14 y 10. Me dijeron cosas que ya había escuchado otras veces: “Ceci, qué linda sos, vení que…” y ya no recuerdo esa parte. Yo seguí corriendo y crucé a casa, busqué la plata y volví. Pensé que ya no estarían ahí; inocentemente volví por la misma puerta, que me quedaba cerca, pero me equivoqué, estaban. Nunca pensé mal de ellos, en el sentido de que me hicieran algo, porque estaba “acostumbrada” a que me dijeran esas cosas a veces por la calle, pero nadie me hacía nada. Yo simplemente no miraba, seguía caminando y listo. Pero esa tardecita, ya oscuro, fue distinto. Me tiraron al piso, los dos más chicos me tenían los brazos quietos y el más grande se me tiró encima y empezó a tocarme. No recuerdo qué decían, no escuchaba. En un momento, no sé de dónde ni cómo (pero estoy segura que no fui yo) saqué fuerza de una pierna y lo pateé fuerte, justo en sus testículos. Cayó al piso del dolor y yo, ávida y veloz, salí corriendo y entré al salón donde todos patinaban tranquilos. Me senté en una silla a llorar y vino mi mejor amiga a preguntarme. Le conté todo. Llamó a la profesora y se armó la “hecatombe” (como decía mi madre). En pocos minutos se sacaron todos los patines, los varones salieron a “campearlos” por el pueblo porque sabían quiénes eran. ¡Obvio! Ahí nos conocemos todos. Luego recuerdo estar sentada en el sillón de mi casa, me atendían y me pedían que cuente todo de nuevo, y que no obviara detalles (comprendía el miedo de mis padres). Las imágenes que siguen en mi mente son la de mi padre entrando por la puerta de casa, trayendo literalmente “de los pelos” a este chico (el de 17), a tal punto que recuerdo que sus pies no tocaban el suelo y lloriqueaba: “Quiero ir con mi mamá”. Mi padre me lo muestra y me pregunta: “¡¿Es este?! Yo cabeceo el “sí” muy asustada y con pena a la vez, y se van. No lo vi más en el pueblo; supe que lo habían enviado a un hogar para adolescentes con problemas a Santiago del Estero capital. Hasta que un día, un año después, lo cruzo caminado por una vereda. Yo de una punta de la vereda y él de la otra. Fueron segundos sin respirar y nada. Nunca más lo vi, pero sentí que él tenía vergüenza y fue como un modo de pedirme disculpas. Esas fueron marcas, que ya perdoné. Luego vinieron otras. Pero hasta aquí llega esta entrega por hoy. Esto no es catarsis, es testimonio y convicción feminista de que si no hablamos de lo oculto, no combatimos de fondo lo que nos hace mal como sociedad, para que este no sea un relato común de una niña como cualquier niña.