En los últimos años, el mundo celebró con entusiasmo la figura del emprendedor. Hay una gran valoración de aquella persona valiente que deja su empleo para “seguir su pasión”, tener libertad, manejar sus tiempos, vivir de lo que ama. En teoría, todo suena perfecto. Pero en la práctica, muchas veces este camino se transforma en una nueva forma de autoexplotación, con jornadas interminables, ansiedad permanente y una carga emocional difícil de sostener.

Y se de lo que hablo porque como muchos, creí que emprender me iba a liberar. Y sí, claro, me dio libertad para crear, decidir, crecer a mi ritmo, elegir con quién trabajar, construir algo propio y significativo. Pero también descubrí, en carne propia, que cuando no hay horarios ni jefes externos, una puede convertirse en su peor jefa: exigente, insomne, autoexigente hasta la crueldad, incapaz de frenar.
Vivimos inmersos en una cultura que glorifica la productividad. Se nos aplaude por hacer mucho, por estar siempre disponibles, por decir que sí a todo. Medimos el éxito en ingresos, cantidad de clientes, posteos, reuniones y proyectos en simultáneo. Nos empujamos a estar “en modo alto rendimiento” todo el tiempo y en modo multitasking. Si además amás lo que hacés, ni siquiera tenés derecho a quejarte porque supuestamente estás cumpliendo tu sueño. ¿Cómo vas a estar cansada si trabajás de lo que te gusta?
La frase “hacé lo que te gusta y no vas a trabajar un solo día de tu vida” suena inspiradora, pero puede ser una trampa. Si hacés lo que te gusta todo el tiempo, sin descanso, sin pausas, sin vacaciones reales, lo que amás puede empezar a doler. Y hasta volverse una fuente de angustia.
Un estudio publicado por la Organización Internacional del Trabajo señala que el 41% de los trabajadores independientes trabaja más de 48 horas semanales, frente al 18% de los empleados en relación de dependencia. El dato es revelador: la libertad emprendedora muchas veces viene acompañada de una carga excesiva. Y no es casual. La precariedad, la falta de redes, la incertidumbre constante y la presión por sostener todo hacen que muchos emprendedores terminen atrapados en una lógica de supervivencia permanente.
Detrás del discurso del “si querés, podés” y la meritocracia emprendedora, se esconde un mandato silencioso: tenés que poder. Si estás cansada, estresada o con ganas de parar, parece que estás fallando. Porque en este modelo no hay lugar para la duda, la pausa ni el desborde. Sólo avanzar, producir, rendir. Como si todo dependiera únicamente del esfuerzo personal, desconociendo el contexto, la red, el privilegio o incluso el azar.
¿Y qué pasa cuando el cuerpo dice basta? ¿O cuando la creatividad se apaga, la motivación flaquea o simplemente nos cansamos? Pocas veces se habla del burnout del emprendedor, de la soledad de quien sostiene todo y no puede delegar, de la angustia de quien pone todo de sí para seguir adelante, sin saber si podrá pagarse el sueldo el mes que viene.
Emprender tiene muchas cosas hermosas. Nos conecta con lo que somos, nos permite elegir, construir, transformar. Pero también tiene un lado oscuro del que se habla poco: el de la autoexigencia sin límites, la culpa por descansar, el miedo a bajar el ritmo, el vértigo de la inestabilidad. Y cuando todo eso se acumula sin ser dicho ni acompañado, se vuelve peligroso.
Quizás sea hora de dejar de romantizar el sacrificio constante y empezar a valorar algo más revolucionario: el equilibrio. Reconocer que está bien parar, que está bien no querer escalar todo el tiempo. Que no todo lo que vale tiene que doler. Que el éxito también puede ser tener tiempo para almorzar con alguien que querés, salir a caminar sin mirar el celular o leer un libro sin pensar si podés monetizarlo.
Emprender no debería implicar olvidarse de vivir. Y vivir no debería estar reservado sólo para los domingos a la tarde o los feriados.
Si sos tu propia jefa, tratate mejor. Ponete horarios, date permisos, pedí ayuda, reconocé tus límites. Porque en este mundo de hiperexigencia, cuidarse puede ser el acto más transformador.