De charla con mi abuela…

La hoja en blanco invita a escribir. Contar noticias no siempre es inspirador, depende de la noticia. A veces es sólo informar. Y hay días en que… las letras quieren fluir y es bueno dejarse ir. Por eso hoy les comparto algo personal.

Se llamaba Esther y era mi abuela paterna. Madre de tres hijos y viuda antes de los 40. Su vida transcurrió en Selva, pueblo de 3000 habitantes en la actualidad, ubicado sobre la Ruta Nacional 34 y conocido hoy por su Festival Selva, Portal del Noa (debido a su ubicación geográfica: conecta Santa Fe y Córdoba con el norte del país y abre paso hacia Santiago del Estero y Tucumán). Mi abuelo era el boticario del pueblo (el precedente del farmacéutico) y, cuando él falleció, ella tuvo que hacerse cargo de no dejar al pueblo sin farmacia, además de mantener a su familia. (Las veces que pregunté sobre mi abuelo, en general escuché que era un hombre “de bien” pero también muy rígido y autoritario.) Luego de enviudar, unos años más tarde, la abuela tuvo que pasar por uno de los dolores más grandes para una madre: perdió a su hijo más chico en un accidente. Mi padre, el otro hijo varón del grupo, se casaba con mi madre al día siguiente del accidente que, por supuesto, cambió el rumbo de la historia familiar.

La abuela Esther tenía una pierna más corta, producto de un problema de cadera, y por ello usaba unos mocasines ortopédicos, uno más alto que el otro. Yo solía jugar con ellos y también con su bastón, que hoy guardo con tanto amor. La Farmacia de Selva era como el shopping, porque había pocos negocios en el pueblo en general y todos pasaban por ella en algún momento, ya sea para encargar un medicamento o comprar pañales y lo que surgía inevitablemente era la charla: “Hola, doña Esther. ¿Cómo le va? ¡Qué linda y grande está su nieta! Es igualita a…”. Me encantaba compartir las tardes y también quedarme a dormir con ella. Cuando me veía llegar extendía sus brazos con sonrisa y su saludo habitual: “Hola, muñeca”. Así me decía cariñosamente y entonces recuerdo que uno de los juguetes más preciados, en ese entonces, eran unas muñecas que llevaban mini discos en la espalda y podías escucharlas cantar. La farmacia de Selva fue la única del pueblo por más de 60 años y la abuela Esther, querida por todos, la atendía con paciencia y espíritu servicial a pesar de su lento caminar. Recuerdo el timbre sonar a cualquier hora: “¿Voy yo, abu?”. “No. Dejá, muñeca, porque no vas a saber dónde están los medicamentos”. Nunca se quejó de su historia, tampoco iba al cementerio ni la iglesia. Eso no le gustaba. En la familia, pensábamos que no era católica (todos lo eran en el pueblo) o al menos “creyente” en el sentido espiritual. Algunas veces pensé que su dolor la había vuelto agnóstica o atea, pero no me animaba a tocar el tema, para no llevarla a ese recuerdo. Cuando se fue, hace unos años, descubrimos con sorpresa que tejió durante toda su vida para Cáritas, ya que la institución no dudó en hacernos llegar el agradecimiento afectuoso.

Esta remembranza de mi querida abuela Esther es para honrar a tantas abuelas que entregaron su vida silenciosamente y dejaron una huella imborrable en nuestros corazones. A veces charlo con ella, le pido asistencia, claridad y la compañía de su amor. Entiendo que en “su época” las mujeres aceptaban las cosas como eran y quizás por ello –algunos dicen– el mundo era mejor. “Abuela… ¿Qué pensás del feminismo? ¿Tenemos que aceptar y no querer cambiar al mundo?”, le consulté la otra noche. Y la respuesta llegó: “El problema de hoy es la resistencia –me dijo–. Como toda resistencia a los cambios, genera conflicto. Nosotras éramos criadas para ser madres de familia y el hombre el proveedor económico. Y la cosa funcionaba así. Mientras todos aceptábamos ese modelo, no había conflicto. Ahora las mujeres dicen no, deciden cambiar si no son felices, toman rumbos propios y eso… eso es lo que el hombre no tolera. Aceptar no significa elegir. Las mujeres aceptan hasta que eligen otro camino, y eso es lo que no hacíamos nosotras”. Repregunté: “¿Pero sirve de algo todo esto, abuela? ¿Aporta? A veces pienso que lo que no se nombra no existe. ¿El huevo o la gallina?”. Y respondió: “Por eso mismo, la respuesta está en cada corazón… ¿Te hace bien callar o decirlo? Por algo será que tantas mujeres ya no callan más, salen a la calle a cambiar el mundo…les vibra el corazón”. Abrí los ojos y ahí estaba de nuevo, en la habitación de mis chicos, acompañándolos en su paso al sueño, y sintiendo la compañía de mi abuela Esther, que siempre aparece para charlar un rato.