Por Fernanda Grimaldi
Lic. en Relaciones Públicas, magíster en comunicación. Coach y Directora de Lindo Comunicación.
Hoy voy a escribir sin velos, abriendo las puertas de esos rincones en los que muchas veces se esconden recuerdos y momentos que tapamos porque es más fácil eso que iluminarlos y ver grietas, imperfecciones que los hacen incómodos.
No siento nostalgia si pienso en mi infancia. Y eso no quiere decir que haya sido mala y pretenda olvidarla, o que haya sido infeliz y por eso evite volver a ella. Creo que no lo hago porque no tengo ganas de reconocerme en esa niña que todavía habita en mí.
Siempre fui vergonzosa. Me costaba ser yo misma sin temor a ser rechazada. Por grandota que desentonaba, por seria o tímida, porque me gustaban cosas que no le gustaban a todos Sobraban motivos para justificar ese miedo a mostrarme. De adulta es algo con lo que sigo luchando para que no me impida ser feliz. Pero eso es otra historia.
La lectura era el mejor lugar para esconderme. Leía sin parar. Disfrutaba leer y adoraba ir a la librería a elegir un libro cada semana. Era un ritual en el que me acompañaba mi papá. Cada sábado era el inicio de una aventura nueva y eso me llenaba de entusiasmo. Además, pronto descubrí que era la mejor manera de cumplir con parte de las expectativas de mis padres. Les encantaba que fuera lectora y me estimulaban en eso. Y eso me venía como anillo al dedo para cumplir con parte de lo que esperaban de mí.
Los libros también me servían de coartada en la playa. Pasaba bastante tiempo leyendo en la playa. Me resultaba más fácil y agradable que hacer el esfuerzo de ser parte de esos grupos donde exponerse era indispensable. No estaba dispuesta a eso. Mostrar, dejar a la vista mi cuerpo y mis sentimientos me costaba demasiado. El colegio no podía evitarse y como era de esperarse durante esos años cumplí lo mejor posible todos lo propio de esa etapa. Cuando pude dejé de ir a la playa de manera diaria, casi como si fuera una obligación, a pesar de los reclamos de mi madre que nunca pudo entender que mi incomodidad era algo que no se resolvía solo con voluntad. Fue mi manera de rebelarme al mandato que era propio de vivir en un lugar donde la playa en verano era el epicentro en el cual todos teníamos que confluir indefectiblemente.
Apenas pude volé al mejor lugar en el cual el anonimato, la diversidad, lo diferente fluye sin peros. Y ahí experimenté y aprendí que no es necesario irse lejos para encontrarse a uno mismo, porque todo empieza y termina en el mismo lugar. Simplemente hay que darse espacio, aceptar nuestras inconsistencias, dudas y no ser tan exigentes con nosotros mismos.
Cuando vuelvo a hoy, vivo en un lugar mucho más chico que Mar del Plata, donde pasé mi infancia, donde también cruzarse siempre con las mismas personas es habitual y la playa ocupa un lugar importantísimo en el devenir del lugar, y no puedo evitar sonreír.
Elegí vivir acá, como elijo con quién compartir mi tiempo, que trabajos encarar, con qué causas identificarme, con qué estoy más cómoda y qué me estimula a ir por más. En verdad elijo vivir de la manera que me genere felicidad o el estado más cercano a ella, aceptando que muchas cosas simplemente suceden pero podemos elegir de qué manera nos impactan. Porque el camino es sinuoso, tiene subidas y bajadas, piedras, pozos, charcos, pero depende de cómo cada uno lo encare y qué tan preparado esté como se llega a destino. Por eso siempre es mejor intentar, hacer y equivocarse o golpearse un poco a no intentarlo y quedarse siempre en la salida.
Y si se da la mágica coincidencia de que te elijan y vos elegir a esa misma persona para hacer ese camino juntos es maravilloso. Porque es zambullirse de lleno en otro para dejarse llevar y entregarse a un recorrido que seguro será la mejor aventura siempre. Por eso feliz se escribe con z.