La gitana de las medias

Pinamar, 15 horas de un martes de febrero. El calor azota bienvenido por los miles de turistas y locales que podemos disfrutarlo. La playa, atiborrada de gente.

Los vendedores ambulantes ya no llaman mi atención por la asiduidad con la que pasan aunque pienso en ellos y en el trabajo que hacen para ganarse el sustento. De repente, ella aparece entre la gente y sombrillas circundantes. La veo. Todo se detiene y late mi corazón. Suelo vivir momentos así y no me resisto, me entrego e intento comprender cuál es mi parte en esta cuestión. Debe medir 1,60 m de altura, usa pollera larga pero no parece esas polleras de gitanas, menos tela. La marca de la remera en sus brazos denota días bajo el sol. Se la ve cansada y sedienta. Sobre su brazo izquierdo duerme una beba de un año con un gorrito de flores: sus bracitos también muestran rastros de horas solares. Con el brazo que le queda libre lleva una bolsa, vende tres pares de medias por cien pesos. Le hago seña, se acerca. Dame dos. Le pago.

–¿Cómo te sentís? ¿Tenés sed? ¿Querés agua? –le pregunto mientras le ofrezco mi botella. Me mira, sus ojos se detienen y hace un esfuerzo por esconder su sonrisa y asombro.
–Sí, gracias. Nadie me habla así –sus rodillas tocan la arena, se relaja un poco y nos disponemos a ese intercambio.

–Sí, entiendo. Pero yo soy yo ¿y vos? ¿Tenés que hacer esto con la beba en brazos a esta hora?
–Está difícil la situación –responde–. Ya voy llegando a Pinamar, vengo desde Cariló y voy hacia la parada del colectivo que me lleva a Gesell…– continúa y me cuenta.

Decido llevarla en mi auto. Es gitana, de Gesell. Tiene tres hijos; el de 6 años está con su marido, más adelante, vendiendo también en la playa. Siempre se encuentran pero hoy no. El acuerdo es que si no se encuentran ella toma el Montemar. Desde las 10 de la mañana camina por la playa vendiendo medias, que es “lo único que sabe hacer”, esgrime. Tienen otro hijo, de 3 años, que se queda en Mar del Plata con los abuelos porque es chiquito para caminar. Lo ve una vez a la semana mientras dura el verano. En el corto recorrido que hacemos en el auto hasta la parada del ómnibus me pregunta que hago y le cuento brevemente. Sonríe cuando le digo que escribo una página feminista, que soy divorciada, mamá de tres niños y que estudio. Luego llegan mis preguntas sobre su cultura gitana y la libertad de elegir de las mujeres. Dice que si una mujer se casa con un “criollo” puede elegir, quizás, pero si se casa con otro gitano, no. Es el hombre el que decide. “No sabemos hacer otra cosa”, repite. Nos miramos comprendiendo, sin más, pero con algo nuevo la una de la otra, como una especie de aliento, un halo de esperanza y compasión. Llegamos a la parada y el micro que la lleva a destino estaciona al mismo tiempo que nosotras. Su beba de un año sigue dormida en sus brazos.

–¿Te pesa?
–Cuando está dormida, más. Le pongo protector y ya me acostumbré.

Apresura la bajada. El Montemar espera mientras nos saludamos al unísono: “No tengo tu celular. Ojalá nos volvamos a ver”, le digo mientras me doy cuenta de que no tiene celular. Nos despedimos soltando el momento y agradecidas, ambas.

Luego comprendí mi parte en esta cuestión. La compasión se vistió de pasión feminista y, aunque no podemos cambiar toda la estructura de una antigua cultura patriarcal, quizás con un pequeño gesto o palabra logramos que una semilla germine. Y ya sabemos que una semilla puede ser árbol y el árbol, un bosque. Ella reforzó mi convicción. Nunca pierdo la esperanza.