Los caminos de la vida

Por Fernanda Grimaldi
Consultora especialista en comunicación y marketing. Licenciada en relaciones públicas, con maestría en comunicación institucional y posgrado en recursos humanos.
fgrimaldiarg@gmail.com

Fuego y agua. Fuerza y serenidad. Luna y Sol. Agarrar y soltar. Sentir y evitar. Cuántas veces nos inundan las emociones y sentimos que nos ahogamos en ese mar de sensaciones, pensamientos, risas y lágrimas cuando la vida nos va llevando por lugares, situaciones, relaciones y no podemos encontrar la manera de no perdernos, hundirnos o dejarnos llevar por eso que nos va empujando de un lugar a otro, como si estuviéramos en un tobogán gigante y nos costara frenar.Vamos medio desorientados, a los tumbos, empujados por una fuerza que no sabemos de dónde viene. Y no nos permitimos parar, pensar y recalcular. Terminamos siendo esclavos de nuestras propias limitaciones.

La clave es bajar la velocidad, empezar a caminar despacio, observando lo que se nos va presentando, decidiendo el rumbo que vamos tomando. Y tener en mente que, aunque cueste, siempre tenemos la posibilidad de elegir. Y esa elección es fundamental porque será lo que irá definiendo las huellas, las marcas que vamos a ir dejando a lo largo de nuestro recorrido. Como todo, caminar por lugares que no conocemos exige enfrentarse a dudas, miedos. Y muchas veces en este viaje podemos llegar a descubrir que somos más valientes de lo que pensamos. Porque no todos los que deciden abrirse camino tienen a mano mapas, guías, brújulas, incluso compañeros de viaje que les hagan la travesía más sencilla o se pueden sentir acompañados, comprendidos y alentados en ese recorrido. Por eso es tan valiosa la forma en que cada uno decide entregarse a esa búsqueda.

Y, mientras estamos en plena travesía, es bueno mirar para atrás para ver cuál es la huella que vamos dejando. ¿Cómo queremos que sean? ¿Profundas, indelebles, o de esas casi imperceptibles que cuesta incluso ver, encontrar? ¿Queremos que sirvan para que otros que vienen después puedan guiarse y usarlas cómo mojones a lo largo del camino, o no?

A mí me gusta encontrar la estela de otro que pasó por ese mismo lugar. Porque quiere decir que probablemente haya tenido experiencias, vivencias, dudas y temores parecidos a los míos y eso me reafirma en mi propio recorrido. ¿Inseguridad? No sé, pero saber que no estoy sola en algunas cuestiones me hace las dificultades o desafíos de la vida mucho más tolerables.

Definitivamente las huellas que los otros dejan en mí siempre me modifican. Siempre para bien, aun cuando algunas puedan abrir una grieta, una cicatriz que me acompañe de por vida. Aunque pueda sonar raro, eso es algo positivo, porque las cicatrices son las evidencias, los rastros que quedan después de que una herida se cura. Si no nos hubiéramos curado, esas cicatrices no existirían y no las podríamos lucir como dibujos que nos engalanan. Y si en cambio las huellas son de esas que no hieren, sino que iluminan y despiertan, qué importante es saber atesorarlas. Son una buena señal, porque muchas veces son pocas las posibilidades que tenemos de que las huellas sean más una caricia que un pozo o montículo que nos hace trastabillar. En mi caso cuando siento que algunos surcos más que huellas son cráteres me da miedo. Eso me retrae. Eso me hizo descubrir que necesito más huellas que sean abrazos, caricias y palabras indelebles de amor. De ese amor que cala hondo pero que no lastima. Y que no es un dibujo, sino que se tatúa en uno. Cuando eso pase sabremos que llegamos. Y habrá valido la pena el recorrido. Lo importante es poder atravesarlo y no dejarnos nunca ganar por los pantanos, lluvias, piedras, soledad o dudas que terminan siempre bloqueando nuestra mente. Ésa es la peor barrera. Nosotros mismos.