El miedo, al igual que el amor, es una emoción, es una energía, es movimiento: el movimiento que nos induce a vivir nuestra experiencia de vida como seres humanos. Nos hicieron creer que lo contrario del amor es el odio, cuando realmente lo opuesto al amor es el miedo.
En esta oportunidad inspirada en el libro Cómo mejorar mis relaciones, de Otilia Mentruyt, dedico este espacio para hablar de estos sentimientos que están cada vez más presentes en las personas según lo que observo, charlo y experiencias vividas, más miedos que amor diría…
Lo cierto es que cuando vivimos el amor no hay miedo, cuando vivimos miedo no hay amor. Más claro imposible. Entonces se apuesta o no, por qué hacerla complicada… así de simple, pero para que sea así de simple saberlo, hay que saber de uno mismo, y ser sincero, para esto es fundamental el “autoconocimiento” y no todos se dan ese espacio de soledad y silencio donde tanto se puede crecer y, como dice la frase, “como es adentro es afuera”.
El miedo, transmitido a lo largo de los años tanto por el inconsciente familiar como por el inconsciente colectivo, ha ido posicionándose en nosotros cada vez con mayor fuerza. El miedo tiene secuestrado nuestro poder y nos hace sentirnos víctimas de cuanto nos ocurre al eximirnos de nuestro mayor patrimonio: el de la responsabilidad que tenemos sobre nuestra propia vida.
El miedo siembra la duda sobre lo que intuitivamente nos llega desde el corazón, lo que provoca que tomemos decisiones equivocadas. El miedo, gran limitador, paralizante a veces, nos impide experimentar tanto el amor como la libertad.
Nuestra vida se va confeccionando en base a lo que elegimos. Elegimos de instante en instante. El soporte de cada elección puede ser el amor… o puede ser el miedo. Aquí radica la importancia de aprender a identificarlo para comenzar a vivir con la única energía capaz de producir felicidad: la energía del amor. ¡O acaso cuando la sentís no es lo más maravilloso, el motor que enciende tu vida!
Sucede que estamos educados desde el miedo. Durante el periodo de la infancia tienen el poder nuestros padres, “si hacés esto te quiero, si hacés esto otro no te quiero”…
¡Cuidado!, no caigamos en la trampa de culpar a nuestros padres por este motivo. Cada uno de nosotros no deja de ser un peldaño de la gran escalera que forma nuestro árbol genealógico, por lo que ellos (al igual que nosotros) llevan sus propios programas que los condicionan a percibir el mundo y a experimentar su vida de una manera determinada.
Si nuestros padres nos educaron desde el miedo es porque ellos también así lo recibieron. Nos enseñan “por nuestro bien” a conformarnos con vivir en una pequeña parcela a la que etiquetaron como “seguridad”: seguridad de tener un trabajo, una casa, una familia que te quiera… Como así lo han vivido, así lo han transmitido y, sin saber por qué, nos encontramos viviendo con el miedo de perder el trabajo, con el miedo a no poder pagar la casa, con el miedo de que si no hago o digo lo que los demás desean me dejen de querer, con el miedo a ser uno mismo.
Pero la seguridad no es eso. La verdadera seguridad la experimentamos cuando aprendemos a ver nuestra vida bajo un prisma diferente. Cada experiencia que vivimos nos muestra un nuevo aprendizaje. Todo está ahí para nuestra evolución. Todo está ahí para re-conducirnos hacia nuestro centro cuando nos distraemos demasiado en algún trecho del camino. Todo, aunque conscientemente no alcancemos a vislumbrarlo, nos está abriendo una puerta más grande para recorrer un nuevo tramo del camino.