Señora Gabriela Michetti, con todo el respeto que merece su cargo, usted ofende mi lucha y mi ser mujer. Le hablo también de mujer a mujer. Aun más, de ser humano a ser humano.
Usted tocó mi fibra más íntima. Su pensamiento me congela la sangre. Y siento que, cuando escribo estas letras, lo hago en nombre de miles y millones de mujeres y niñas violadas, abusadas sexualmente, maltratadas física, verbal y psicológicamente, usadas y explotadas económicamente. Todas versiones de morir. Usted tocó nuestra fibra más íntima. Porque ¿sabe sobre qué se sustenta el sistema machista que tanto nos cuesta deconstruir? Se sustenta sobre la “naturalización de la violencia y la cultura de la violación y del abuso”. Le explico más. ¿Sabe lo que es “naturalizar la violencia”? Significa que nos acostumbramos, la damos por natural. Significa que, como sociedad, ante un hecho violento, lo dejamos pasar, no reaccionamos porque lo minimizamos. ¡Señora vicepresidenta de la Nación Argentina, con sus declaraciones está haciendo esto! ¿Lo puede analizar un poquito? Yo la voy a ayudar y le voy a contar algunas cosas, de las miles que vinieron a mi mente desde que leí sus dichos (ya conocidos por todos). Cuando tenía 12 años, hacía patín artístico en mi pueblo, un pequeño y tranquilo poblado de dos mil habitantes del interior de Santiago de Estero. Éramos como cuarenta chicas y cinco varones en patín. La profe “Mary” armaba shows de acrobacias y ensayábamos mucho, además de pasarla lindo, en el salón del Club Atlético, ubicado a metros de mi casa. Esa tarde-noche había que pagar la cuota y decido cruzar a buscar el dinero a mi casa; salgo por una puerta trasera del club y había tres chicos, uno mayor que yo y los otros dos, creo, de la misma edad. Me dijeron “cosas”; salí corriendo, asustada. Al volver, pensé inocentemente que ya no estarían allí y regresé por la misma puerta (hecho por el que me auto-culpabilicé años). Estaban. Me tiraron al piso, me abrieron las piernas y mientras los más chicos me tenían los brazos para inmovilizarme, el más grande me tocaba e intentaba bajarme la ropa, mientras se frotaba arriba de mi cuerpo. Usted no me pregunte cómo, pero metí un gol. Le di una patada ahí donde más duele y cayó al piso. Los otros se distrajeron un segundo y reaccioné veloz. No me pregunte cómo pero salté, corrí, no sé… respiré y empecé a llorar y me di cuenta de que ya estaba adentro del salón, sentada con una amiga al lado y contándole todo. Enseguida la profe vino y se armó el revuelo. Los varones se sacaron los patines y salieron a “campearlos”, porque ahí nos conocemos todos; ya sabían quiénes eran. Mi padre era intendente en ese momento. Encontraron al mayor del grupo y estuvo en rehabilitación un tiempo. ¿Sabe una cosa, señora Michetti? Esa vez me sentí cuidada, protegida y supe que, cuando alguien hace algo malo, lo paga; pero eso marcó mi vida. Pero hubo otra. Yo tenía 17 años y ahí nadie hizo nada. Quien abusó de mí era un íntimo amigo de mi familia, como un tío. ¡Fue doloroso, vergonzoso y podía ser un escándalo en un pueblo chico! Me callé, me callaron, lo minimizaron. Y lo contuve once años en silencio hasta que caí con mi salud física y mental. Una psicóloga empezó a sanarme a los 28 años, cuando pude contarlo. También le quiero contar de “Julieta” (nombre ficticio), que era una de mis mejores amigas en la primaria. Ella era la más “coqueta” siempre y “adelantada”, decíamos entre amigas. Porque ya a los 13 años tenía novio y se besaban; eso era algo que no me gustaba a esa edad. Cuando cumplimos 15 años festejamos, como se usaba, con fiestas, vestidos, etc. Empezábamos a tener autorización para “salir a bailar”; era un despertar, pero éramos muy inocentes aún. Pasó el verano de los 15 y Julieta empezó a comportarse raro y ausentarse. La veíamos poco y, cuando estaba, saltaba de un tema a otro (no la entendíamos) o se quedaba callada y miraba el piso. Arrancamos tercer año de secundaria y la cosa fue peor. Se paraba en clase, saltaba, cantaba, gritaba. Fue imposible y tuvieron que sacarla del colegio. Yo fui a hablar con la madre y no me supo explicar qué pasaba pero me pidió que no la dejara de lado, que la fuera a visitar de vez en cuando y eso hice un tiempo, pero no podíamos charlar. Muy triste e incómodo. Sabíamos que el cura (sacerdote) del pueblo estaba ayudándolos, iba todas las tardecitas a la casa de la familia para tratar la problemática. Julieta no mejoraba, cada día la tenían más encerrada y las amigas dejamos de ir. Hasta que apareció con una panza de embarazo ya avanzado. Era del “cura párroco”. Julieta nunca sanó. Pasaron los años y cada tanto la veíamos, caminaba por la plaza, siempre perdida y con una panza nueva. Tuvieron cuatro hijos. Hace poco supe que él se suicidó. Muy triste. Los chicos, no sé… qué sé yo… pero ¡no pasa nada, señora vice! ¡Nada! ¡Usted dice que no pasa nada! ¡Yo le digo que pasa, y mucho! Juli era mi amiga y aún hoy pienso en ella y me duele. ¿Sabe, señora Michetti? Puedo escribir varios libros contándole historias de éstas. Porque no soy sólo yo, no es mío el temita, somos miles y millones. La invito a leer las redes feministas, la marea verde. ¡Lea! Porque somos casos reales. Hace poco hubo un caso en Salta del que habló el país: una nena de 10 años violada por su padrastro y embarazada. ¡Esa nena de 10 años hoy está pasando por esto! ¿Usted conoce las cifras por violaciones y abusos sexuales en nuestro país? ¿Sabe que el 90% de las víctimas son mujeres y la mitad, menores de edad? ¿Sabe que la mayoría no realiza las denuncias porque no cree en las instituciones que, supuestamente, deben protegernos? ¡Imagínese! ¡Cómo creer en el sistema de denuncia si la vicepresidente habla así! Señora Michetti, la incito a realizar “prácticas solidarias”. Busque un refugio para mujeres y niñas/os víctimas de violencia de género y encontrará puchero, papillas y mucha experiencia ahí. ¿Y sabe qué, señora Michetti? Yo no fui violada, fui abusada sexualmente (y mucho más para contar) pero, desde que me pasó eso de niña, nunca en mi vida pude mirar una película y soportar escenas de violación (que desgraciadamente abundan). Me voy, apago, o cambio la tv. Me pasa por el cuerpo, señora Michetti. Siento empatía, sororidad, o como quiera llamarla. ¡Usted no puede decir que no pasa nada! ¡Usted es nuestra vicepresidente!... No sé… digo… quizás… ¡Usted debería dar el ejemplo que estamos dando tantas feministas en Argentina! ¡Que clamamos, gritamos, nos abrazamos, cuidamos, defendemos, apoyamos! Salimos a la calle a decir: “Basta de violencia hacia las mujeres y los niños. Basta de matarnos, violarnos, maltratarnos”. ¡Es mucho lo que usted está negando! ¡Usted está minimizando una violación y un embarazo no deseado; usted está naturalizando la peor violencia, la del no consentimiento! ¡Además de negarnos el derecho a ser libres para decidir qué hacer con nuestra vida! Y… no sé… fíjese que usted también dijo que nuestra postura es “yoísta” y sólo pensamos en nosotras. Qué sé yo… no sé… quizás… ¿la yoísta no será usted? En nombre de tantas mujeres de Argentina, que nos sentimos tocadas en nuestra fibra íntima, le pedimos, señora vicepresidente, Gabriela Michetti… ¡pida disculpas y no sea machista! ¡La ley que pedimos es evolución, no retroceso!