Confesiones de un escritor (Relato breve)

Desde un lujoso Penhouse que mira hacia un río que aguarda alerta la llegada de una tormenta va a sobrevenir una confesión.

El marco escenográfico muestra una soberbia biblioteca que fue heredando de su abuelo y de su padre, clásicos de siglos pasados que conviven en coexistencia piadosa y tolerante con otras colecciones. Esta biblioteca, no es parte de un decorado común sino la confirmación de una identidad y, en esa madrugada, él advirtió que podían estar habitadas por narrativas intrusas.

Las poesías de su madre sobre papiros en sepia avizoraban el deseo lúcido de su muerte tempana. La imagen sufrida de la Piaf en lienzo muestra los estragos del dolor en sus manos. El adagio en sol menor de Albinoni y la tercera ginebra que comenzaba a propagarse en sangre, daba lugar al marco objetivo y subjetivo ideal para tomar coraje y enfrentar de una vez por todas a ese abogado del diablo que venía sorteando por esas cosas del instinto de conservación existencial que viene con nosotros.

A pesar de sentir serenidad, los caprichos de la imaginación lo abordaron percibiendo la cercanía de lo inquisitivo y, el espantapájaros de su insomnio amenaza la sensación desesperada de impotencia.

Los intentos de escapar de ese laberinto, sumado al sentimiento de incompletud, no podían disiparse. Tarde o temprano, este fantasma que merodeaba se plantó esa madrugada y, el raquítico dilema se instaló opacando las conjeturas.

Habiendo pasado el umbral de los sesenta inviernos publicando colecciones de relatos, cuentos y siete novelas exitosas, él, se propuso hacer el último vuelo del águila, traicionando tarde, el estado de confort que su posesivo editor alimentó y reclamó en gran parte de su vida y, en un acto de dudosa rebeldía, se prometió escribir desde la emoción más visceral, pero invadido por los vicios recurrentes, la obviedad del bajo golpe del sentimentalismo acaramelado ya estaban tercamente instalados en su prosa y, la validación de sus libros como trampa del mercado, estaban ahí, autoafirmándose, mostrando solo acopios de palabras vacías y, ante lo súbito de la fractura del encanto, emergió de ese oscuro laberinto ¿literario? – la parodia de su avatar como escritor.

La noche, ámbito bendecido por los Dioses para escribir comienza a mutar a un escenario dónde desde un proscenio imaginario, él, seducido con levedad encantamiento, da un paso al borde de un abismo que acecha viendo solamente el temerario acantilado del absurdo.

Ahora, frente a las hojas que comenzaron a plantarse en un silencio irritante de palabras huecas, fueron la voz de alarma para reconocer que ni en un rincón de mishiadura podía encontrar la prosa vital que le diera sentido a su nuevo relato.

En este gélido amanecer, como un autómata se fue acercando a un baúl de roble que alguna vez compró en un remate de antigüedades y después de girar la llave abrió lentamente su cubierta dónde guardaba sus borradores y el último manuscrito ponto a ser editado y, con furia contenida los arrojó en su hogar a leñas, dónde el fuego ya casi adormecido fue suficiente para darle a su última novela un final de cenizas.

Él se siente como un caballo extenuado, sudoroso y sin aliento, arrastrando por un pronunciado repecho un carro pesado sobre sus hombros y, percibe al haber llegado a “su cima narrativa”, que solo despojos raídos lo estaban esperando.

Frente a esta verdad finalmente sabida que lo atormenta, asumió que hay omisiones y mentiras que debieron ser tempranamente enfrentadas, y en este ingrato amanecer, frente a la escrutadora evidencia, invadido por el hastío, cerró sus ojos en señal de la derrota anunciada y, con brutal desprendimiento confesó: Soy un escritor mediocre.